Al igual que Diógenes buscaba, con su lampara encendida a plena luz del día, al «hombre» por las calles de Atenas, cada cual debe buscar al «hombre» que habita en su interior.
Un día conocí a una mujer capaz de sacar provecho y dicha a todos los momentos de su vida. Era una mujer de avanzada edad, raída, de mirada serena. Todos los bienes que poseía se reducían a un pequeño chamizo con una pequeña cama de mimbre en el suelo; en el centro de aquel hogar, habitaba un pequeño fuego contenido en un plato arañado en el suelo de piedra y, apoyada sobre una pared, una estantería hecha con varas de madera de donde colgaban algunas hierbas y algo de carne. Me contaba, sin perder su mirada serena, que el hombre con el que había compartido su vida y sus dos hijos habían sido devueltos al cielo tiempo atrás y que ella aguardaba paciente la llamada. Creerme si os digo que aquella sabia era «el hombre» más rico de los que he conocido. No deseaba más que lo que la vida le daba, aceptaba con dulzura su pasado y abrazaba con fuerza el presente. Era capaz de amarse a sí misma y a los demás. Tanto era así que a toda la aldea le encantaba pasar tiempo junto a ella, incluso llegaban viajeros de lejanas ciudades para conocerla. Sentarse a su lado y escucharla hablar provocaba una suerte de admiración, infundaba paz y seguridad, irradiaba bondad, daba la sensación de que cada palabra que pronunciaba iba dirigida a uno mismo, te hacía sentir único, importante,… feliz.
Ese mismo día, también conocí a un hombre desdichado e infeliz. Era un hombre de mediana edad, impetuoso y susceptible, rodeado por un aura de inquietud y ansiedad. Este hombre, hijo de emperadores, vivía en un gran palacio donde acopiaba innumerables riquezas. Nunca le había faltado de nada; siempre había dispuesto de tanto como había deseado. Pretencioso, aquel hombre me contaba lo bueno que era cazando, cuantas mujeres había poseído y la cantidad de esclavos que albergaba en su imperio. Al hablar desmerecía a los demás, no se paraba a escuchar, se irritaba cuando le argumentaban y solía dejarse llevar por sus pasiones, gritando y perdiendo el control sobre si mismo. Nadie quería estar a su lado y quienes tenían la obligación de hacerlo, desconfiaban de él, incluso le temían. No había conseguido desposarse. Nadie le amaba, ni siquiera el mismo. Sus criados me contaban que solía llorar cada noche en la soledad de su habitación, maldiciendo al cielo por tan miserable vida. Creerme si os digo que aquel era «el hombre» más pobre de los que he conocido.
– Solemos valorar la riqueza en función de los bienes que poseemos cuando en realidad nuestro verdadero tesoro reside en nosotros mismos; nuestra personalidad. –
Viajamos a la deriva dejando nuestra personalidad a la intemperie, a merced de las vivencias por las que pasamos, sin saber que tenemos la oportunidad de influir en nuestro crecimiento, de poder «repararnos» cuando nos rompemos, de conformar nuestro carácter desde lo que somos hacia lo que nos gustaría ser.
Si no cuidamos nuestra personalidad, la vida se encargará de darle una forma cualquiera. A veces con fuertes golpes de martillo y cincel y en ocasiones con pulimento. Habrá a quien le guste ser esa escultura fortuita pero también habrá quienes quieran mejorar algún aspecto de ella o a quienes no les guste en absoluto.
Me gustaría deciros que se puede y que es nuestro deber cuidar de nosotros mismos, de nuestra integridad como personas, de proteger nuestro corazón, de seguir sonriendo, de disfrutar de la vida, de amarnos y de seguir amando y de andar por el camino que nosotros elijamos.
Entre las dos personalidades extremas del relato que he contado arriba, existen un sinfín de personalidades distintas y por eso no pueden ni deben ser entendidas como punto de partida o de fin de vuestros caminos, pero tras leerlo siempre sobreviene una cuestión de fondo, -¿y yo a quien me parezco más?-:
¿Cómo soy? ¿Cómo me gustaría ser? ¿Cómo me gustaría que me recordasen?
Hazte estas preguntas, encuentra tú respuesta y comienza el viaje hacia la persona que quieres llegar a ser.
Esta entrada pretende dar comienzo a un conjunto de escritos que, a modo de lámpara, sirva para arrojar algo de luz sobre como recorrer el viaje de nuestras vidas y llegar a ser la mejor versión de nosotros mismos.
Gran reflexión de alguien a quien aprecio mucho, ese alguien siempre ha demostrado respeto por sus mayores y cariño por los suyos, y creo que soy afortunado por estar en los dos grupos de forma simultanea.
Gracias Israel por ser auténtico y por seguir tu camino.
SIGUE BRILLANDO.
UN ABRAZO
TU «PROFE»
Gracias Jesús
Las palabras que me dedicas resuenan fuerte en mi interior.
Dices ser afortunado; yo también lo soy por haber tenido la oportunidad de aprender, durante todos aquellos años, de un maestro tan grande como tu.
Gracias haber estado y estar siempre presente.
Seguiré atenta a las siguientes entradas.
Me ha encantado el relato que has usado para recordarnos la importancia de nuestra riqueza interior. ¿Por qué lo olvidamos tan a menudo?
Sonia,
Muchas veces vivimos experiencias en nuestra vida que nos hacen preguntarnos de forma desconsolada los «por qués» cuando en realidad lo que nos es útil es conocer el «cómo» que nos habilite a seguir hacia adelante.
No te preguntes por qué lo olvidas, pregúntate cómo vas a tratar de recordarlo.
Tu texto me invita a dejar la prisa y, en calma, dar respuesta a las interrogantes que planteas. Reflexión que me lleva a meditar y recordar que llevamos dentro un tesoro del que nos olvidamos en ocasiones.